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Venezuela a dos voces: Mérida y Caracas, una mirada a las protestas desde dos puntos de vista

De La Ciudad de los Caballeros a La Ciudad de los Guerreros

Mérida siempre ha tenido esa característica de bajarme un poco la tensión que me generan otras ciudades siempre mucho más aceleradas que ella. Si bien a mis veintitantontes años me estaba volviendo loca entre sus montañas (pues siempre he considerado que Mérida es una ciudad para estudiantes o para cuando te retiras, pero esa es una historia que podremos contar en otra ocasión), después de que me fui por varios años, volver se convertía en una suerte de respiro de paz, armonía y tranquilidad. Al menos hasta que me sintiera nuevamente agobiada por su particular encierro (recordemos que Mérida está en una meseta y a su alrededor sólo se ven montañas).

Esto no es un anuncio

La última vez que estuve en Mérida fue en enero cuando regresé a Caracas después de pasar navidades con mi familia, y la dejé tal cual, en medio de sus montañas, su gente amable y sonriente, obvio que hay de las otras pero me quedo con las primeras, y con su suave andar. Gente caminando aquí y allá, muchachos saliendo de la universidad, pero tranquila y con aire siempre puro.

Hace un par de semanas regresé, curiosamente, a traerle un mercado a mi familia, pero, nuevamente, ésa será una historia de la que hablaremos en otra ocasión. Ya desde Caracas leía en Twitter  y escuchaba a mi familia hablar de lo que pasaba en Mérida, incluso había visto este video: Así están las barricadas en Mérida, y se podría decir que estaba algo advertida sobre lo que sucedía. No obstante, la realidad fue otra.

Desde que compré el pasaje por autobús en Caracas, ya me habían advertido que no estaban llegando hasta la ciudad de Mérida sino hasta El Vigía, a aproximadamente una hora y media de distancia. Una vez llegué, no me quedó de otra que pagar un taxi hasta Mérida porque los autobuses que van del Vigía a Mérida tampoco estaban entrando a la ciudad, pagué por ese taxi el doble de lo que me había costado el pasaje en autobús desde Caracas y lo primero que me dice es que la cosa está muy fea, que ya ni los taxis querían entrar a la ciudad. Más tarde me enteraría que este señor pretendía dejarme a la entrada de la ciudad (algo retirada de la casa de mi familia) por precaución, pero, no sé si por piedad o distracción, terminó llevándome hasta la puerta de mi casa.

Luego saldría a recorrer un poco la ciudad y lo que encontré me dejó impávida. Una de las avenidas principales de la ciudad (aprox. 5Km en línea recta) estaba completamente aislada de barricada en barricada, sólo un estrecho tramo de avenida se encontraba apto para transitar, y eso sólo porque ahí funciona un modulo policial que no podía quedar aislado, lo que permitió conectarse con las otras dos avenidas principales. Ese enlace,  que no debe abarcar ni 200 metros, normalmente toma hasta una hora traspasarlo. Este mismo día me enteraría que el objetivo de las barricadas pasó de ser paralizar la ciudad a ser fuente protección – pues todas estas zonas fueron fuertemente atacadas en varias oportunidades por la GNB y los llamados tupamaros – en vista de no contar con ninguna fuerza que garantizara su seguridad.

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Poco a poco iba descubriendo las estrategias que cada quien había implementado para salir de sus casas a sus trabajos y otras obligaciones. Un recorrido que regularmente tomaba de 15 a 20 minutos en carro se llevaba 2 horas, y quienes conseguíamos tomar el autobús en la esquina de nuestra casa, ahora nos tocaba caminar poco más de un kilómetro hasta la próxima avenida donde pasaba el transporte público.

Esto por fuera de las zonas de las barricadas. Lo que pasa ahí adentro es completamente diferente. Hay quienes se han acostumbrado a vivir en esa suerte aislamiento y hay quienes hasta se alegran, pues la delincuencia ha disminuido. Caminar por esa avenida es vivir en carne propia lo que se ve en las películas post apocalípticas. Una que otra persona caminando en una avenida desierta, alguna con una bolsa de lo que pudo comprar en algún abasto, o quizá después de haberse pegado horas en una cola para comprar dos productos, alguna pareja caminando en medio de la calle bajo un silencio sepulcral. Algunos manifiestan haber descubierto nuevas rutas dentro de su mismo sector para salir a pie a la civilización, y otros que gracias a las barricadas han adelgazado pues les toca caminar lo que nunca habían pensado hacer, en tiempo y distancias.

No hay manera de explicar la desolación que se siente en esas zonas, el aislamiento y el olor a caucho quemado, pólvora, basura, temor y aprehensión.

Pasaban los días y no dejaba de sorprenderme la normalidad con la que la gente ya asumía esta nueva forma de vida. Escuchaba a personas que viven en la zona contando lo que se ve, vive y escucha. Vecinos solidarizados con los que protegen las barricadas, mujeres que cocinan para una veintena de muchachos, apartamentos acondicionados como salas quirúrgicas, médicos apostados en estos apartamentos preparados ante cualquier eventualidad, equipos de personas que se encargan de recoger por fuera todos los insumos necesarios para los heridos y que, mediante códigos, logran ingresar para entregarlos a los responsables. Hay, incluso, un supermercado improvisado en el estacionamiento de uno de los edificios para abastecer a los vecinos.

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No es para nada raro pasar cerca de estos lugares y que de repente se asome una cabeza encapuchada, alerta a quién está pisando su terreno y si es alguien conocido. Todos tienen pseudónimos y usan una marca para identificarse entre ellos en caso de que entre un encapuchado  y no se le reconozca. La tensión en el ambiente se respira y es casi palpable al tacto.

En el otro punto de la ciudad, te encuentras con una Mérida que, podría decirse, vive como si nada, la del otro lado del río, la cercana a la cordillera, sin embargo, el ritmo de vida ha disminuido considerablemente. Si bien es cierto que en el centro de la ciudad hay muchos negocios abiertos, la afluencia de gente es mínima en relación a lo que se acostumbra a ver, no hay gente comprando nada que no corresponda a insumos estrictamente necesarios, hay muchas santamarias cerradas y quienes las abren lo hacen a medias y se trabaja a medio tiempo o a tiempo corrido.

A diario hay protestas en varios puntos de la ciudad. Se convoca a marchas, otros salen con pitos, cacerolas y banderas a cerrar las calles, concentraciones en las que se unen varios sectores de la ciudad y así van pasando los días entre consignas un poco desmayadas y ánimos vacilantes que de repente cobran vida y salen con más fuerza.

Poco a poco yo misma me he acostumbrado a este nuevo ritmo de vida que se lleva en la ciudad. Muchas veces me pregunto si podríamos realmente acostumbrarnos a vivir así indefinidamente y la respuesta siempre es positiva, pues el venezolano puede acostumbrarse a las peores cosas hasta el punto de llegar a verlas como normales sin siquiera recordar cómo solían ser.

Mi Mérida se ha convertido en un campo de batalla y ha dejado de ser esa ciudad lenta a ser una ciudad guerrera. Mi Mérida ha pasado de ser una ciudad desapercibida a hacerse notar a través de un grupo de muchachos que ha decidido no desmayar hasta lograr sus propósitos y que están dispuestos a lo que sea para conseguirlo.

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